14 Ago La Espada y Brujería de Robert E. Howard
«Que los maestros, los sacerdotes y los filósofos reflexionen acerca de la realidad y la ilusión. Yo solo sé esto: que si la vida es ilusión, yo no soy más que eso, una ilusión, y ella, por consiguiente, es una realidad para mí. Estoy vivo, me consume la pasión, amo y mato; con eso me doy por satisfecho.»
Conan el Cimmerio
¿Se puede decir algo nuevo sobre el género, o subgénero según algunos, de la Espada y Brujería? Y más en concreto, ¿se puede decir algo nuevo sobre la Espada y Brujería del más representativo de sus autores, Robert E. Howard? Ha habido torrentes de ensayos, artículos, reseñas y textos de opinión sobre este autor y sobre su tipo de literatura en fanzines, ezines, revistas, libros…, y eso sin contar el océano de palabras vertidas en foros, tertulias y encuentros entre aficionados, a veces en los tormentosos mares de Internet y a veces al calor de un café o al frescor de una cerveza helada. Tampoco podemos olvidar los coloquios, conferencias y encuentros en convenciones y jornadas sobre literatura fantástica.
Después de tantas disecciones, estudios y análisis sobre la obra de Robert Ervin Howard, pretender descubrir algo nuevo sería un acto de ingenuidad o de simple arrogancia; a estas alturas todo parece dicho y hecho y resulta difícil descubrir un elemento original que se le haya pasado por alto a alguien. Como suele decirse, llueve sobre mojado. Por otro lado, tampoco pretendo hacer un análisis literario riguroso y serio, sino que más bien quiero mostrar mis propias impresiones personales en cuanto a la obra de este autor, más o menos ordenadas y más o menos deslavazadas.
Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior, existe una justificación para seguir hablando sobre Robert E. Howard y su Espada y Brujería, y es el hecho de que sin duda es un clásico de la literatura fantástica; en realidad, es uno de los pilares sobre los que se asienta todo el Género Fantástico. Estableciendo un símil con la famosa cita sobre la filosofía platónica, tal vez se podría decir que toda la Fantasía moderna no es más que una nota a pie de página de la obra de Tolkien y Howard, los dos titanes del género y sus ejemplos extremos, los moldes en los que en mayor o menor medida todo lo demás empezó a forjarse.
Cuando una obra se convierte en un clásico se reedita, se vuelve a leer y a pensar, se analiza una y otra vez. Un clásico es inmortal. No pierde vigencia ni importancia y surfea por encima de las olas de la moda; es algo tan básico y sólido que fascinó hace veinte años, fascina hoy y fascinará dentro de otros veinte; es algo que toca las fibras íntimas del ser humano, con independencia de la época. El clásico se reproduce a sí mismo, vive, pervive, sobrevive y triunfa. Hay que seguir hablando de los clásicos aunque se digan una y otra vez las mismas cosas con diferentes palabras, porque un lector satisfecho no puede dejar de hablar de aquello que le satisface.
Howard es un clásico; tal vez sea un autor de culto que no se enseñe en las universidades, pero es clásico al fin y al cabo. De ahí que sigamos hablando de su obra.
Para hablar de la Espada y Brujería de Robert E. Howard y evitar dispersiones voy a tomar casi siempre como ejemplo su personaje más famoso e icónico, Conan de Cimmeria; no obstante, la mayor parte de las cosas que diré sobre él pueden aplicarse a otros personajes suyos, como Kull, Solomon Kane, Turlogh O’Brien, Cormac Mac Art o Bran Mak Morn, e incluso a los femeninos como Agnés la Negra, Belit, Valeria de la Hermandad Roja o Sonya de Rogatine, pues sus guerreras y espadachinas más famosas también comparten los rasgos heroicos con los personajes masculinos, y además fueron creadas en una época en la cual no había que hacer ningún postureo ni malabarismo políticamente correcto en cuanto a ningún empoderamiento: como todos sus personajes, sus heroinas no nacieron de ningún imperativo social o cultural, sino solo de su innegociable honestidad como autor.
De hecho, Robert E. Howard creó su propia marca personal, reconocible en casi todas sus obras, ya se desarrollen en mundos fantásticos, en Oriente o en el Oeste norteamericano. Si rascamos y borramos lo superficial veremos que los personajes de Howard son bastante parecidos y que incluso, como el Campeón Eterno de Moorcock, son todos uno y el mismo, pero en diferentes planos, como distintas facetas de un solo personaje arquetípico: el Héroe Howardiano.
Para empezar, diremos que las historias de Howard tienen un fortísimo componente de violencia y de épica. Con esto no señalo nada nuevo, salta a la vista desde las portadas. Sin embargo, esto no es lo distintivo, porque otros muchos personajes del pulp de aventuras vivían entre luchas y sangre y casi ninguno ha alcanzado la fama, gloria y pervivencia de Conan, por ejemplo.
¿Qué hace distintas la épica y la violencia de Howard a las de otros autores? Que la violencia en el mundo howardiano no es algo tangencial o circunstancial; no es un medio, sino el fin.
Por ejemplo, el John Carter de Edgar Rice Burroughs aspira como fin a la paz personal y al amor de Dejah Toris, a una vida familiar y a una sociedad de justicia y orden. Por el camino ha de pelear, pero el objetivo último no es la pelea en sí misma.
Por el contrario, en Howard el destino definitivo del ser humano es la lucha y la sangre. No hay nada después de esto, no hay paz que lo justifique, no hay salida en el túnel del esfuerzo, el dolor y la ira. Solo hay un camino inacabable de batallas y guerras no solo entre individuos, sino también entre pueblos y naciones.
Esto no es que sea bueno o malo: simplemente es. Parece tan inevitable como una ola o un relámpago. La acción violenta es como la muerte, está siempre al final. Los pueblos se desarrollan a través de una vorágine de guerras y están en cambio continuo porque no existe ninguna paz definitiva. Si otros autores hacen pelear a sus héroes para defender la justicia, el orden o la verdad, Conan lucha porque en realidad no puede hacer otra cosa más que plegarse a la ley natural del hombre fuerte, del bárbaro.
Intentar escapar de esto sería un síntoma negativo porque para Robert E. Howard las sociedades pacíficas se vuelven decadentes y débiles, se pudren, se convierten en el apetitoso botín de los pueblos jóvenes y agresivos, que siempre están ahí, esperando su turno para lanzarse sobre el pastel. Muy nietzscheano, ¿verdad?
Según este enfoque, los valores más puros del ser humano son los valores del bárbaro conquistador. La mentira está en la comodidad y la paz. El hombre es hombre porque lucha, y no hay posibilidad de cambio, no hay ni habrá ninguna sociedad perfecta. O más bien, lo más parecido a la perfección es la barbarie, porque en ella el hombre puede dar rienda suelta a la agresividad natural.
No obstante, Robert E. Howard jamás hace una apología triunfal de la barbarie y la violencia; ni siquiera asegura que constituyan la auténtica felicidad del ser humano. Pero renegar de tal salvajismo sí equivale a caer en la decadencia y la mentira. No es una visión del mundo agradable y brillante, sino fatalista y tenebrosa, pero precisamente por ello Howard es respetado y admirado por sus seguidores, pues no oculta sus auténticas convicciones. Nos muestra su propia concepción de los hombres con honestidad, le pese a quien le pese, y eso le eleva en la estima de sus aficionados. Para apuntalar estas ideas dejemos que sea el propio Howard quien lo exprese en una de sus demoledoras citas, extraída del relato Más allá del Río Negro:
«La barbarie es el estado natural de la humanidad. La civilización, en cambio, es artificial, es un capricho de los tiempos. La barbarie ha de triunfar siempre al final».
Otro componente que da solidez y verosimilitud a las historias de Conan es su estética histórica. Cuando leemos las historias de Conan leemos a romanos, persas, babilonios, pictos, escoceses y vikingos con un grado de verosimilitud que falta en otros autores, quienes establecen un decorado de cartón piedra para sus historias. Las de Robert E. Howard tienen un trasfondo sólido, rico y profundo porque se alimentan del trasfondo más sólido, rico y profundo que ha existido jamás: la Historia.
Para crear un mundo fantástico el escritor tiene como deber leer mucha historia, empaparse de historia, aprenderla, vivirla y amarla. Solo entonces podrá generar un mundo verosímil. Lo han hecho todos los grandes, desde Tolkien y Howard hasta Martin. Hay que respetar las normas y reglas de la estética histórica elegida porque de otro modo el resultado es débil y quebradizo. Por ejemplo, crear un mundo fantástico con hoplitas que manejen ametralladoras y conduzcan tanques no sería a priori verosímil; para serlo necesitaría de un titánico esfuerzo explicativo del escritor, ya que no respeta los cánones del tiempo histórico que ha tomado como filtro y forja.
Personalmente, sostengo una opinión extrema: toda novela de Fantasía es en realidad una novela histórica camuflada, a la que se le añaden elementos sobrenaturales. Si no es capaz de funcionar primero como novela histórica la verosimilitud desaparece. La historicidad precede a la Fantasía (como excepción tenemos a Michael Moorcock en sus obras más descabelladas, pero estudiar a dicho autor es harina de otro costal).
Por todo ello, Howard se empapó de historia y la plasmó en sus escritos. En ellos encontramos un trasunto de la historia terrestre durante la Antigüedad y un poco de la Edad Media. Para asentar aún más dicha estética histórica incluso utiliza nombres reales de pueblos y de personas célebres. No es raro que escribiera decenas de relatos históricos, aparte de los fantásticos.
Y para rizar el rizo, en el ensayo La Era Hyboria nos explica que el mundo de Conan de Cimmeria y el de Kull de Valusia forman parte de nuestro propio mundo, pues son etapas históricas perdidas de un pasado remoto de nuestro planeta. Reinventó el devenir de la especie humana a través de los milenios y nos explicó en tal ensayo la génesis y el desarrollo de las naciones y los países, incluso los de la historia académica conocida. De tal modo estableció un marco conceptual y estético fuerte y sólido, en el cual la mente del lector se siente cómoda y puede relajarse, entenderlo todo con facilidad y rellenar los huecos con sus propias ideas sobre el mundo antiguo. La Era Hyboria se convierte de tal modo en un lugar fácil de transitar, que no rechina ni hace aguas en ningún momento.
Pasemos ahora al estudio del personaje en sí: Conan. Todos los seguidores de Robert E. Howard están de acuerdo en que sus personajes son fascinantes por sí mismos, independientemente del mundo que los rodea: ¿cómo no van a fascinar Kull, Bran Mak Morn, Solomon Kane o el propio Conan? Pero… ¿qué les hace tan atractivos para el lector, tan conquistadores y arrolladores? ¿Por qué saben tocar fibras profundas en miles y miles de personas de nuestro presente industrializado y digitalizado?
En primer lugar, son héroes. Pero no héroes floridos y brillantes al estilo de los de Edgar Rice Burroughs (John Carter es el extremo opuesto de Conan, aunque también es un personaje sólido y verosímil). Hablamos aquí de antihéroes, o mejor dicho, héroes a su pesar, sin pretenderlo. Los héroes howardianos no son caballeros y la prueba es que Conan puede irse de putas, jugar hasta perderlo todo en cualquier tabernucha mugrienta de los bajos fondos, emborracharse, robar y piratear, cosa poco propia de un caballero inmaculado.
Uno de los factores atrayentes de los héroes howardianos es lo mundano: aceptan sus impulsos animales, no muy nobles pero sí sinceros, impulsos que les hacen más reales que los paladines que jamás se correrían una juerga en un antro de mala muerte. Conan es un gran guerrero, pero también es un truhan, un pillo, un buscavidas y un pícaro. No reniega del sexo casual ni lo convierte en algo romántico (lo cual no impide que pueda llegar a enamorarse, como por ejemplo de Belit o de Zenobia). Es una persona natural con la que resulta fácil identificarse. Pero es a la vez alguien íntegro, alguien que no traicionará a un amigo y que jamás dañará ni humillará a los débiles, de hecho los protegerá, aunque no por seguir ningún código caballeresco, sino simplemente porque le repugnan la injusticia y el abuso.
Tampoco es un moralista. Howard no da lecciones sobre cómo debe comportarse cada lector, y si lo hace es de manera tangencial y solapada, sin pretenderlo. Los personajes se muestran a sí mismos mediante sus acciones, no con largas explicaciones ni introspecciones psicológicas. Conan se comporta como lo que es: un guerrero, un ladrón y un mercenario, no un intelectual. Es inteligente y su astucia y carisma le convierten en líder natural de otros hombres, pero no le interesan las grandes verdades abstractas y filosóficas porque él ya tiene su propia filosofía vital y tampoco ha de explicarla ni justificarla ante nadie.
Por todas estas cosas el personaje resulta fácil de aceptar y verosímil en su contexto. No obstante, Kull de Valusia sí tiene dudas existenciales, pero la moraleja está en que toda la confusión de Kull desaparece porque hay un peligro que le ancla de nuevo a la tierra, a la sangre y al peligro.
De tal modo, sin grandes párrafos, Robert E. Howard explica al que le quiera entender que las verdades auténticas son materialistas, crudas, nítidas, palpables, que la más larga y sensible argumentación sobre el sentido de la vida no es nada frente a la realidad de la experiencia en la propia carne.
Otra característica de los personajes howardianos es su irracionalidad, a veces auténtica locura. El extremo sería Solomon Kane, un fanático religioso que se ve a sí mismo como el instrumento de la justicia de Dios. Pero sin ir tan lejos, los otros personajes se dejan arrastrar por sus pasiones, quizás porque saben que en realidad no pueden dominarlas. Y tampoco quieren. Las aceptan como parte natural de sí mismos. En algún momento la cordura, la lógica y la estrategia quedan aplastadas por el deseo al desnudo de luchar y matar. Es como si no pudieran escapar de la bestia que llevan dentro. A la hora de la verdad son personajes atávicos, instintivos y profundamente animales.
Para explicarlo, tomemos a Conan: cuando se convierte en rey lleva sobre sus hombros el peso de un país, e incluso entonces puede mandarlo todo al infierno cuando saca la bestia de su interior. La acción y la sangre es lo fundamental y conecta con el ideal bárbaro ya mencionado antes. A través de Conan el lector puede liberarse de su propia cordura, del peso aplastante de todas las pequeñas estrategias cotidianas civilizadas (recordemos que en el mundo de Conan la civilización es un valor negativo). Lo que no podemos hacer ahora y aquí: luchar por el placer de luchar, derramar la sangre de un enemigo, quemar el Documento Nacional de Identidad, dejar de ser un número y un nombre en un fichero de algún ministerio, y largarse al desierto o a la montaña…
Eso Conan sí lo puede hacer. Conan es un loco, un individuo inmoral (no es amoral porque tiene su propia moral, pero sí es inmoral en el sentido de que no respeta la moral social imperante). El lector puede también ser y vivir esto cuando lee sus aventuras.
Por ello han sido estas historias tildadas mil veces de escapismo, y no hay nada peyorativo en realidad en este término, porque los seres humanos también necesitan escapar de su propia realidad, y ese es un fin tan noble como otro cualquiera de la literatura.
Todo esto conecta con la idea de la libertad. A pesar de que Conan llega a ser rey, en realidad es alguien que no encaja en ninguna sociedad, salvo en la más básica y violenta, aquella donde las leyes las hace un hombre fuerte con su espada, no un magistrado en su tribunal o un político en su parlamento. Y ni siquiera entre los bárbaros parece a gusto del todo porque es un personaje inquieto que no para de viajar y probar nuevas experiencias: ladrón, mercenario, pirata, etc. Parece como si estar mucho tiempo en un solo lugar le encadenara.
Conan es un ser asocial o antisocial porque todas las sociedades le vienen pequeñas: no cabe en ninguna durante mucho tiempo, ya sea su poblacho bárbaro natal o la más sofisticada capital civilizada. Es un individualista que pasa por las sociedades y aplica su fuerza en ellas, pero que al mismo tiempo está mentalmente fuera de todas y no se siente totalmente satisfecho en ninguna. Los grupos humanos son un decorado de teatro que no puede encadenar al animal nómada y va saltando de uno a otro. Al final, lo único honrado y puro es el mar, la nieve, la montaña, la tormenta, el brezal, los desiertos y el fragor de la batalla. El resto es algo borroso y confuso, algo de lo que se ha de escapar porque si te atrapa te esclaviza…
En efecto, como el personaje, el lector puede empatizar en lo más profundo y sentirse también atrapado y esclavizado por sus propias circunstancias sociales, familiares y laborales. Pero el lector puede romper todas esas cadenas una vez que se convierte en Conan.
Lo paradójico es que Conan finalmente llega a ser rey y se ata a sí mismo con las cadenas más fuertes. Su propio destino le conduce a ello. Y ese es el Conan menos feliz, el viejo rey asfixiado por los convencionalismos, la política, la hipocresía y la diplomacia. Una y otra vez quiere escapar al campo de batalla, abandonar el trono, tirar esa corona tan pesada.
Se establece una moraleja sin duda no premeditada por Howard, pero visible para el que la quiera ver: el poder y la alta posición hacen infeliz al hombre porque lo atan a un trono, al cargo y a la responsabilidad, mientras que la pobreza y el nomadismo del bárbaro le liberan y satisfacen. Conan está orgulloso de su reino y peleará por él, pero al mismo tiempo añora su libertad perdida, cuando era un pobre aventurero que podía perder todo su botín o saqueo en una sola partida de dados.
No parece casual que Howard escribiera tan pocas historias de Conan como rey, pues una vez que se convierte en rey se acaba el auténtico Conan. Y recordemos que el otro personaje monárquico, Kull de Valusia, se siente agobiado en ocasiones por dilemas existenciales, solo resueltos por la vía de los hechos consumados: la lucha y la batalla. El poder y la grandeza no son más que cebos que conducen al hombre libre a una celda con barrotes dorados…
Esto avala la hipótesis de que la auténtica muerte del personaje Conan, o al menos su lenta agonía, se produce al convertirse en rey. Lo que no consiguieron miles de enemigos humanos y sobrenaturales lo logra el propio Conan. Solo él puede matarse espiritualmente al renegar de sí mismo, de su verdadera naturaleza.
Por supuesto, solo hablo de los relatos originales de Robert Ervin Howard, no de los pastiches, casi todos mediocres, cuando no de evidente mala calidad, o de la serie de cómics Conan Rey, en la que se nos muestra a Conan casado y con una prole de hijos, yernos, problemas familiares… Un cuadro mediocre y algo patético, muy distinto del espíritu literario del personaje.
Otro elemento fascinante de Conan y los otros héroes howardianos es la soledad. El héroe está solo y debe vivir solo, sin acompañantes graciosos, amigos ni compañeras (solo le dura una, la reina Zenobia, durante su etapa de rey, la más decadente… Nada casual). El gran amor de Conan es Belit y por supuesto ella muere, tiene que de morir porque un Conan atado a Belit ya no sería Conan. No pueden existir lazos sentimentales duraderos. Hemos visto a Indiana Jones pudrirse como personaje cuando le salen compañeros y parientes como hongos, pues el héroe arquetípico por antonomasia ha de estar soltero y vivir solo, con un amigo como mucho, y mejor ni eso.
La soledad de Conan no es tan agradable como parece, sino más bien áspera y amarga: la soledad de un viejo lobo que deambula fuera del grupo. El personaje vive solo y sabe que morirá solo aunque esté rodeado de personas que le respetan y admiran. Su soledad es existencial. Esto engendra al mismo tiempo tanto responsabilidad como poder, porque solo se tiene a sí mismo para sobrevivir y en el momento de la verdad ni puede ni quiere esperar la ayuda de nadie. Esto le da un aire aún más heroico y, de algún modo, trágico.
También tenemos otro elemento evocador y atractivo: el fatalismo. ¿Qué futuro le espera a Conan? Solo lucha, violencia y sangre, que es lo más cercano a la felicidad o al menos a la autenticidad, como ya se dijo antes. Por tanto, solo cabe ser coherente y llevarlo hasta sus últimas consecuencias.
Ese mundo en general parece tenebroso y oscuro, con unos pocos rayos de luz durante el éxtasis de la batalla. El héroe se mueve entre las tinieblas, pero no se hunde en ellas, sino que las vence a través de la lucha, el combate, el sacrificio y el esfuerzo. El dolor y todas las otras pruebas físicas son necesarias, imprescindibles para el héroe howardiano. Son como el aire que respira, y si le faltan se asfixiaría. Recordemos la escena de la crucifixión en Nacerá una bruja: atravesado por clavos en las manos y los pies, aún tiene energías como para pelear contra el inmenso dolor y el agotamiento físico, porque es ahí, en el infierno del sufrimiento físico y el coraje, donde solo puede encontrarse a sí mismo, su esencia.
Pero cuando la furia y el valor en la lucha han desaparecido, la negrura vuelve. El mundo oscuro y confuso nunca desaparece y vuelve a cubrirlo todo.
Y aún queda lo más terrible: ¿qué hay después de la muerte? Conan lo tiene claro: o no hay nada o ni siquiera sabe lo que hay, y en caso de saberlo tampoco resulta importante. Él cree en un solo dios: Crom. Es un dios no benigno ni amable, sino indiferente y despectivo. Crom da fuerza a los hombres al nacer y luego los arroja a un mundo sin piedad para que sobrevivan como mejor puedan ellos solos. No sirve de nada rezarle a Crom, no se le puede pedir nada. Ni siquiera premiará a sus hijos con algún Valhalla si pelean bien en esta vida. El héroe howardiano está espiritualmente solo porque no hay Dios ni paraíso que le espere tras una vida de luchas y coraje.
En efecto, después de la muerte no puede aspirar a nada, y cabría pensar que si no hay nada tras la muerte, ¿no sería lo más lógico no buscarla, no exponerse, vivir tranquilo y alargar así lo más posible esta vida?
La respuesta es: no. Conan busca el riesgo. Él sabe que puede morir (aunque nosotros sepamos que no va a morir, el personaje está diseñado para comprender que sí puede morir). Exprime la vida hasta sus últimas gotas y para hacerlo tiene que acercarse a la muerte, a ese Más Allá desolado por toda la eternidad.
En realidad solo existe esta vida: lo material, la sangre, los flujos, la tierra, el vino, el acero y las emociones básicas y poderosas que todo ello reporta. Esto es lo único que hay y solo cabe hacer dos cosas: disfrutarlo y sufrirlo al máximo, o no. Pero el precio de tal disfrute es el dolor, la furia, la satisfacción de la victoria y la sangre, y saber que se puede morir en cualquier momento y acabar quizás como un cadáver absurdo, tirado en un callejón de mala muerte, o en un campo de batalla, pasto para buitres y gusanos.
No hay gloria, majestad ni grandeza en este camino. Como vemos, todo es fatalismo y al mismo tiempo heroicidad.
Tras analizar al personaje me gustaría hacer lo mismo con el elemento fantástico y sobrenatural, pues tal ámbito está conectado no solo con el personaje en sí, sino también con el mundo en que está inserto. Las historias de Conan fueron denominadas como de Espada y Brujería por Fritz Leiber (otro buen autor de Fantasía, aunque menos popular). La traducción no es perfecta porque el término no fue Sword and Witchery, sino Sword and Sorcery; así pues, lo más propio sería Espada y Hechicería. Ahora bien, el término Espada y Brujería es el más correcto porque en el imaginario popular la hechicería puede ser mala o buena (hay hechizos de amor, de sanación, etc.), pero la brujería siempre tiene un componente negativo y siniestro.
La verdad fundamental de la Fantasía howardiana es que el elemento sobrenatural es siempre, o casi siempre, maligno, demoníaco y perverso. Dejando aparte el culto del dios Mitra (que actúa pocas veces, apenas una o dos en las historias originales de Howard), lo sobrenatural en la Era Hyboria y los otros entornos howardianos es algo oscuro, una potencia amenazadora, enemiga de los hombres. En Tolkien hay magia benigna y maligna, pero en Robert E. Howard la magia es por lo común escalofriante y aterradora. Por ello el término Espada y Brujería parece más correcto.
Además, la magia y lo sobrenatural en Howard no son algo cotidiano que puedan hallar las personas en su día a día, sino algo que se arrastra por los rincones, que está en los lugares recónditos, algo que no debe jamás ser sacado a la luz. Recordemos a los brujos, hechiceros y nigromantes de la Era Hyboria. Se sabe que lo son, pero no muestran su poder a la luz del día, sino en lugares íntimos. Muchos viven aislados del resto de la sociedad, en mansiones y palacios donde nadie en su sano juicio osaría meterse (y en los que por supuesto Conan acaba metiéndose).
En cuanto a las criaturas sobrenaturales, olvídense de gnomos, hobbits, kenders, elfos y otros seres bondadosos y aliados de los humanos. En el mundo de Conan hay lamias, vampiros, demonios, entes de otras dimensiones, hombres lobo, serpientes con cabeza humana y un largo etcétera de aberraciones, a cual más peligrosa. Son el azote de la humanidad y además están en ámbitos peligrosos, escondidos en la tiniebla y la penumbra. El héroe suele encontrarlos por casualidad, cuando se mete en cavernas, ciudades abandonadas, templos de pésima reputación o en islas que no figuran en los mapas.
Resumiendo: el elemento sobrenatural es negativo. Es un elemento desestabilizador de las sociedades. Lo sobrenatural y lo mágico destruyen el orden natural del mundo y de los pueblos.
La excepción sería Estigia, donde una casta de hechiceros tiene el poder. Allí impera el culto al dios Set y por tanto en ese país la magia sí es un elemento social y políticamente poderoso. Pero tal vez por ello se nos presenta a Estigia como la nación más decadente de la Era Hyboria, la más siniestra. Allí, los brujos campan a sus anchas y establecen pactos tenebrosos con el dios serpiente y otras muchas criaturas repulsivas. Estigia es la peor de las sociedades posibles de la Era Hyboria. Incluso los bárbaros más atrasados son más limpios que los decadentes estigios.
Y si lo sobrenatural es negativo, ha de ser extirpado. ¿Quién ha de hacerlo? El héroe. La Espada. De ahí que el término correcto efectivamente sea Espada y Brujería. Además, el nexo y en este caso debería ser disyuntivo y no copulativo, debería ser una barrera entre conceptos antitéticos. Tal vez lo más correcto sería Espada vs. Brujería, pero literariamente no resulta tan elegante y redondo.
Tenemos dos extremos: a) Espada, que representa al ser humano óptimo, el héroe trágico encarnado en Conan, Kull o Solomon Kane; es la carne no como símbolo de debilidad, sino del materialismo humano. Y b) Brujería: lo siniestro, lo desestabilizador, lo innatural, la decadencia, lo malvado y lo más bajo. La Espada (el héroe, el hombre) y la Brujería (lo sobrenatural) están abocados a pelear uno contra el otro, desde el principio al fin de los tiempos.
Conan es un enemigo natural de todo lo que huela a hechicería y no confía en conjuros, hechizos ni parafernalia mística. Se aferra a la Espada, a lo material, a la voluntad de vencer que nace del corazón del hombre bárbaro y puro. Incluso cuando algún hechicerillo intenta ayudarle, arruga la nariz con asco y recelo. No tiene amuletos ni le reza a ninguna deidad (ya hemos visto que sería inútil pedir nada a Crom). «Todo lo que puede ser herido o cortado puede morir» , dice Conan, cuyo materialismo es extremo. Solo cree en lo que puede tocar, palpar, sentir, manejar y dominar. El resto es nocivo, como un ácido corrosivo del que uno ha de apartarse.
Repetimos: no resulta casual que la sociedad más mágica, la estigia, sea la más decadente y abyecta. Y también es una de las civilizaciones más viejas. Se podría establecer con lógica howardiana que el exceso de civilización lleva a la decadencia y la podredumbre, y que de ahí a dejarse esclavizar por la Brujería solo hay un paso. En contraste, las naciones jóvenes y bárbaras, las Naciones de La Espada, son las fuertes, honradas y puras.
En la obra howardiana no puede emplearse a la ligera la dicotomía Bien/Mal, o al menos no desde un punto de vista moral, pero sí como extremos en cuanto a Salud/Enfermedad, Orden/Caos, Fortaleza/Degradación. El Bien es la Espada y el Mal es la Brujería. Esa lucha entre conceptos antagónicos contribuye a hacer interesante y sólida la obra howardiana.
Sin duda habrá otros factores de interés para el aficionado, pero por el momento no sabría definirlos como he hecho con los anteriores. Cada lector tendrá los propios o verá los expuestos de diferente manera, con sus matices. Lo evidente es que los escritos de Robert Ervin Howard, sobre todo los mejores, los más trágicos, sombríos y fatalistas, no son superficiales. No son solo aventuras para matar el tedio, pues albergan honduras de mucho calado.
Pero lo interesante es que esos caracteres fascinantes y la solidez y verosimilitud que los acompañan no salen de una estrategia, un cálculo o una planificación fría y racional. Resulta evidente que todo nació de manera natural y espontánea. No creo que Robert E. Howard diseñara un mapa de los elementos de su obra ni tampoco creo que quisiera despertar en el lector este o aquel tipo de emociones. Como en otros grandes autores, todo salió solo, por sí mismo, con fluidez.
De hecho, Robert E. Howard aseguraba que algunas escenas y aventuras no las imaginaba de forma voluntaria, sino que las vivía o revivía, como si ya las hubiera experimentado en otras vidas, o llegaran a él de alguna manera innatural. Si esto era un delirio o tiene visos de verdad esotérica es algo que cada uno debe elegir o preferir, pero no entraré en ello porque de Howard se han escrito demasiadas malas interpretaciones sobre su estado mental, propias de un psicólogo aficionado de salón. No voy a entrar en ello porque la mente de Howard solo le pertenecía a él, así que prefiero opinar solo acerca de su obra.
Todo lleva a lo mismo: honestidad. Robert E. Howard escribía de una manera visceralmente honrada, sin subterfugios, manipulaciones, vacilaciones ni medias tintas. Llevaba sus errores y sus virtudes al extremo porque quizás no sabía hacerlo de otro modo. Cuando tenemos a un Howard en estado puro todo es rabiosamente sincero. Esto es algo que nota el lector, pues todo lector huele a la legua cuando el escritor deja de ser él mismo para intentar manipularle; puede que el lector se preste a ese juego, pero lo nota (los lectores son más sensibles e inteligentes de lo que imagina el escritor). Todos los elementos anteriormente descritos salieron de golpe, ya crecidos, formados de cabo a rabo. El lector queda aún más impresionado, pues está ante un producto genuino, auténtico, y redondo.
Los factores enunciados y muchos más que ahora se me pasan podrían explicar el increíble éxito, contra todo pronóstico, de estas obras menores, pero ya convertidas en clásicos de su propio mundo, esos relatos que han establecido un modelo que muchos han visitado o revisitado, con motivos espurios o bien para enriquecer el canon y enriquecer así sus propias historias, con la mejor de las intenciones.
Pero aún hay algo más. Por mucho análisis y disección literaria, los clásicos siempre tienen un fondo al que no se puede acceder. Buceamos en ellos, pero se nos acaba el aire y antes de tocar tal fondo debemos volver a la superficie. Como Dostoievsky, Cervantes o Poe, Robert E. Howard no es solo un cúmulo de factores separables; siempre hay algo mágico e indescifrable en ellos, algo que escapa a nuestra comprensión y que constituye la auténtica magia con la que un autor inmortal subyuga. Tal cosa no la podemos traducir ni explicar, y es mejor que así sea, para disfrute de sus lectores del pasado, el presente y el futuro.
El análisis y la crítica pueden ser certeros o no, pero son fríos, están muertos. Es la prosa del autor lo que sigue vivo, así que nos vamos a despedir con este fragmento de la novela corta Los gusanos de la tierra:
«La noche era negra y quieta, como si la Tierra yaciera bajo un sopor antiguo. Las estrellas parpadeaban borrosas, meros puntos rojos luchando a través de las calladas tinieblas. Su brillo era más débil que el resplandor en los ojos de la mujer que se deslizaba junto al rey. Extrañas ideas sacudían a Bran, vagas, titánicas, primigenias. Esa noche se agitaban en su alma lazos ancestrales con aquellos pantanos soñolientos, y le turbaban con las formas fantasmales, veladas por los eones, de sueños monstruosos. La vasta edad de su raza le agobiaba; donde ahora caminaba él como forajido y extraño, habían reinado en viejos tiempos reyes de ojos oscuros del mismo linaje que él. Al lado de su gente, los invasores celtas y romanos eran como extraños para aquella vieja isla. Pero también su raza había sido invasora, y había una raza más vieja que la suya…, una raza cuyos inicios se perdían escondidos entre el oscuro olvido de la antigüedad.»
Andrés Díaz Sánchez.
Crisagón
Publicado a las 20:43h, 16 agostoBuen artículo, bien razonado y con argumentos. Por cierto, ahora que escritores españoles como Rodolfo Martíner o Sánchez Caramazana han hecho pastiches de las creaciones howardianas, ¿no te sientes tentado a probar suerte y dar tu visión del alguno de los héroes del tejano?
Andrés Díaz Sánchez
Publicado a las 20:59h, 16 agostoMuchas gracias, Crisagón, por lo que dices del artículo. Howard es un referente, un clásico y siempre me ha fascinado su forma de narrar y sus claves literarias.
En cuanto a realizar pastiches, por el momento no tengo pensado escribir ninguno, ya que ya tengo mi propio «Conan», que es Skarrion Gunthar, así como otros héroes y personajes que tienen mucho del espíritu howardiano. Así pues, al menos por el momento no tengo pensado hacer nada con Conan u otros personajes de Howard, salvo tal vez la aparición en algún relato esporádico.
Un abrazo.